Tal vez suene masoquista,
pero a mí me gusta ir al dentista. Mi reacción es nerviosa pero positiva ante
el sonido de ese pequeño lima-taladro cuyo nombre aún desconozco, y más de una
vez me he maravillado con esa geografía compleja y cambiante que es la boca (y
lo digo sin metáforas, lo cual me parece todavía mejor).
No importa cuántas veces se
haya hablado de los microcosmos, me sigue pareciendo una idea ligeramente
perturbadora y, tal vez por ello, genial. Pensar que hay una orografía, con sus
propias zonas porosas, picos a punto de hacer erupción, grietas, ritmos, derrumbes
y hasta sorpresas en el subsuelo (una vez, en medio del tráfico de Periférico
empecé a sentir un dolor intenso en una muela; al examinarla, mi dentista no
vio anomalía alguna, así que me hizo ver por un ojo más revelador: los rayos X.
La placa reveló que había una muela que se había desarrollado en paralelo con
la muela visible, pero yacía oculta debajo de ella, esperando el momento de
emerger. Las dos estaban perfectamente sanas, pero no había lugar para ambas,
así que, por una consideración puramente
pragmática, decidimos quitar la de arriba. Todo un derrocamiento fraguado en el
subsuelo, en los infiernos o calabozos de la boca. Todavía se me enchina la
piel al recordarlo) es suficiente para mirar con otros ojos al señor con bata
blanca que me ve detrás de unas extrañas gafas anaranjadas.
No son metáforas, son casos
de orografía, instancias de derrocamientos, y sigue siendo extraordinario
cuando nos damos cuenta e que ocurren en nosotros a pesar de nosotros.
Para Leibniz, nuestro cuerpo
era aquel que percibíamos con más claridad y distinción que el resto de los
cuerpos. Pero, ¿cómo puedo decir que esta encía, que esta muela es mía, si apenas
puedo reconocer si me duele o no?
No tengo mapeada mi boca; percibo
con más claridad y distinción mi diario camino a casa, la textura de mis
sábanas, el teclado de mi computadora y el de mi teléfono. No tengo mapa de mi
boca; no distingo profundidad, apenas sé de qué lado me duele. Por eso, quizá,
me parece un gran descubrimiento cada dolor ilocalizable.
En la silla del dentista, la
boca, órgano de la fonación, es despojado de su privilegio: el habla. Ingenio,
elocuencia, verosimilitud... ¡shhh! Todos callados y sustituidos por los
sonidos de los fierrillos y el compresor. Flujos que se confunden (¿es saliva?,
¿es agua?, ¿es aire?, ¿es sangre?) entre la anestesia local, la grapa y la
posición extraña de la lengua.
Pasa con éste y otros
orificios del cuerpo, que no es precisamente el tacto (no aquel que se manifiesta por antonomasia en las manos) el sentido
que se manifiesta. Porque, después de
todo, ¿quién dijo que son cinco los sentidos? Más allá de la complicidad entre
el ojo y la mano, los sentidos de la conciencia y la voluntad, de la previsión,
el cálculo y la acción, hay un universo de sensaciones igualmente propias que
ajenas, para las que se antoja otro vocabulario. Por eso, la boca, despojada de
toda metáfora, de sus usos eróticos tradicionales y recomendados, sigue siendo
muy interesante. Por eso me gusta ir al dentista…o tal vez sólo me aburrí
mientras terminaba la endodoncia.
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